¿De
qué sirve el profesor?
Por
Umberto Eco
Para LA NACION
¿En el alud de artículos sobre el
matonismo en la escuela he leído un episodio que, dentro de la esfera de la
violencia, no definiría precisamente al máximo de la impertinencia... pero que
se trata, sin embargo, de una impertinencia significativa. Relataba que un
estudiante, para provocar a un profesor, le había dicho: "Disculpe, pero
en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?"
El estudiante decía una verdad a medias, que, entre otros, los mismos
profesores dicen desde hace por lo menos veinte años, y es que antes la escuela
debía transmitir por cierto formación pero sobre todo nociones, desde las
tablas en la primaria, cuál era la capital de Madagascar en la escuela media
hasta los hechos de la guerra de los treinta años en la secundaria. Con la
aparición, no digo de Internet, sino de la televisión e incluso de la radio, y
hasta con la del cine, gran parte de estas nociones empezaron a ser absorbidas
por los niños en la esfera de la vida extraescolar.
De pequeño, mi padre no sabía que Hiroshima quedaba en Japón, que existía
Guadalcanal, tenía una idea imprecisa de Dresde y sólo sabía de la India lo que
había leído en Salgari. Yo, que soy de la época de la guerra, aprendí esas cosas
de la radio y las noticias cotidianas, mientras que mis hijos han visto en la
televisión los fiordos noruegos, el desierto de Gobi, cómo las abejas polinizan
las flores, cómo era un Tyrannosaurus rex y finalmente un niño de hoy lo sabe
todo sobre el ozono, sobre los koalas, sobre Irak y sobre Afganistán. Tal vez,
un niño de hoy no sepa qué son exactamente las células madre, pero las ha
escuchado nombrar, mientras que en mi época de eso no hablaba siquiera la
profesora de ciencias naturales. Entonces, ¿de qué sirven hoy los profesores?
He dicho que el estudiante dijo una verdad a medias, porque ante todo un
docente, además de informar, debe formar. Lo que hace que una clase sea una
buena clase no es que se transmitan datos y datos, sino que se establezca un
diálogo constante, una confrontación de opiniones, una discusión sobre lo que
se aprende en la escuela y lo que viene de afuera. Es cierto que lo que ocurre
en Irak lo dice la televisión, pero por qué algo ocurre siempre ahí, desde la
época de la civilización mesopotámica, y no en Groenlandia, es algo que sólo lo
puede decir la escuela. Y si alguien objetase que a veces también hay personas
autorizadas en Porta a Porta (programa televisivo italiano de análisis de temas
de actualidad), es la escuela quien debe discutir Porta a Porta. Los medios de
difusión masivos informan sobre muchas cosas y también transmiten valores, pero
la escuela debe saber discutir la manera en la que los transmiten, y evaluar el
tono y la fuerza de argumentación de lo que aparecen en diarios, revistas y
televisión. Y además, hace falta verificar la información que transmiten los
medios: por ejemplo, ¿quién sino un docente puede corregir la pronunciación
errónea del inglés que cada uno cree haber aprendido de la televisión?
Pero el estudiante no le estaba diciendo al profesor que ya no lo necesitaba
porque ahora existían la radio y la televisión para decirle dónde está Tombuctú
o lo que se discute sobre la fusión fría, es decir, no le estaba diciendo que
su rol era cuestionado por discursos aislados, que circulan de manera casual y
desordenado cada día en diversos medios –que sepamos mucho sobre Irak y poco
sobre Siria depende de la buena o mala voluntad de Bush. El estudiante estaba
diciéndole que hoy existe Internet, la Gran Madre de todas las enciclopedias,
donde se puede encontrar Siria, la fusión fría, la guerra de los treinta años y
la discusión infinita sobre el más alto de los números impares. Le estaba
diciendo que la información que Internet pone a su disposición es inmensamente
más amplia e incluso más profunda que aquella de la que dispone el profesor. Y
omitía un punto importante: que Internet le dice "casi todo", salvo
cómo buscar, filtrar, seleccionar, aceptar o rechazar toda esa información.
Almacenar nueva información, cuando se tiene buena memoria, es algo de lo que
todo el mundo es capaz. Pero decidir qué es lo que vale la pena recordar y qué
no es un arte sutil. Esa es la diferencia entre los que han cursado estudios
regularmente (aunque sea mal) y los autodidactas (aunque sean geniales).
El problema dramático es que por cierto a veces ni siquiera el profesor sabe
enseñar el arte de la selección, al menos no en cada capítulo del saber. Pero
por lo menos sabe que debería saberlo, y si no sabe dar instrucciones precisas
sobre cómo seleccionar, por lo menos puede ofrecerse como ejemplo, mostrando a
alguien que se esfuerza por comparar y juzgar cada vez todo aquello que
Internet pone a su disposición. Y también puede poner cotidianamente en escena
el intento de reorganizar sistemáticamente lo que Internet le transmite en
orden alfabético, diciendo que existen Tamerlán y monocotiledóneas pero no la
relación sistemática entre estas dos nociones.
El sentido de esa relación sólo puede ofrecerlo la escuela, y si no sabe cómo
tendrá que equiparse para hacerlo. Si no es así, las tres I de Internet, Inglés
e Instrucción seguirán siendo solamente la primera parte de un rebuzno de asno
que no asciende al cielo.
La
Nacion/L’Espresso (Distributed by The New York Times Syndicate)
(Traducción: Mirta Rosenberg)